Marieta y la casa de los números
Dedicado a los abuelos Campana

Érase una vez que a Marieta le habían invitado a casa de una amiga, a ella lo de quedarse a dormir en casa de las amigas no le gustaba mucho, a jugar sí, porque además así descubría como era la casa.
¿Sabéis que cada casa tiene un olor diferente? Lo que más le gustaba era abrir la puerta de cada casa y respirar: ¡sniffffff! A ver a que olía:
Algunas olían a pescado, otras a cosas de limpieza del suelo, había otras que incluso olían muy bien a bebé porque tenían hermanitos pequeños, pero también a veces mal por las cacas en los pañales. Sin lugar a dudas las mejores tenían un aroma a fresa y otras un olor como dulce, pero… lo llamaban suavizante, era tan empalagoso que se te agarraba a la nariz y no podías quitártelo en toda la tarde.
Cuando fue a casa de esta amiga, resultó que olía normal, no había nada raro. Volvió a respirar y a respirar. Era una casa que olía de lo más normal, no lo entendía.
Su amiga le empezó a enseñar las habitaciones de la casa, que por cierto era enorme. Le dijo que las habitaciones tenían un secreto, a ver si lo veía. Marieta se fijó mucho en cada una de las habitaciones, que eran muchas, y vio que, al lado de las camas, junto al interruptor de la luz, había un botoncito con una campana dibujada. Así que, cuando volvieron a la habitación, Marieta le dijo:
—Oye, ¿para qué sirve el botón que hay al lado de la luz? ¿Ese es el secreto?
Y su amiga le dijo muy presumida:
—Sí, ay, hija, es una cosa superguay, es el interruptor para avisar.
—¿Para avisar de qué?
—El interruptor para avisar.
—Ya, ya, si ya te he entendido. Pero ¿para avisar de qué?
—Pues para avisar si quieres algo.
—¡Ah!, o sea, que tú lo aprietas y le dices algo: «quiero comer», y viene alguien con comida.
—¡Hummm!, bueno exactamente no. Te lo voy a enseñar.
Así que apretaron el botoncito y se oyó un ¡tilín, tilín!, ¡tilín, tilín!
—¿Qué es esto?
—Ven, ven, corre, que te lo enseño.
Se fueron corriendo por el largo pasillo hasta la cocina, que era también muy grande. Allí vieron que había un panel, como una pantallita en la que había una placa con un cinco.
—Mira el cinco.
—¿Y…? —Marieta no entendía muy bien.
—Pues que mi habitación es la número cinco. Entonces, cuando aprietas el botón, aquí aparece el número y así saben que alguien de la habitación cinco quiere algo.
—¿Y por qué tenéis eso?
—Antes en esta casa vivía mi madre con mis abuelos, y no era una casa como ahora, sino que era un sitio donde se hospedaba la gente, cada habitación era de una persona diferente. Entonces, cada vez que un cliente tocaba el botón, quería decir que quería algo. El de la habitación cuatro, o el de la cinco, o el de la seis. Y la señora que estaba en la cocina se iba corriendo a esa habitación: «Sí señor, ¿qué desea usted?»
Marieta le siguió el juego:
—Quiero que me traigáis el té, que son las cinco, por favor, con pastas.
—Sí señor, ahora mismo se lo traigo —y le siguió explicando—. La señora se venía corriendo a la cocina a preparar el té y se lo llevaba a la habitación cinco.
—¡Hala!, qué curioso. Y ¿lo seguís usando? —preguntó Marieta.
—No, dejamos de usarlo.
—¿Por qué? ¡con lo chulo que es!
—Porque un día mi madre se enfadó.
—¿Qué pasó?
—Un día vinieron unos amigos y estuvimos tocando todos los botones, y mi madre se enfadó, porque no hacíamos más que tocatearlos todo el rato, y las campanillas no paraban de sonar.
—Pero es superchulo, tener botones en casa para avisar, por si pasa algo.
—Sí, de pequeños, con mis hermanos gemelos, mi madre avisaba a mi padre pulsando el botón cuando lo necesitaba, se oía el ¡tilín, tilín! ¡tilín, tilín! y mi padre miraba en qué habitación había sonado y así sabia más o menos que quería. Si estaba en la habitación de las cunas pues era un biberón, si era en el baño, que le ayudara con uno de mis hermanos a secarle.
Así pasaron la tarde Marieta y su amiga. Cuando su madre le vino a buscar, se fue muy contenta a su casa, porque su amiga no le insistió para nada en que se quedara a dormir.
En el coche, Marieta, le dijo a su madre:
—Mamá, ¿vamos a poner en casa botones de esos de avisar?
—No, pero, ¿qué es eso?
—Pues mira…
Y Marieta fue hasta casa contándole el secreto de la casa de su amiga.
—… Así yo toco el timbre y tú puedes venir.
—¡Ja!, ¡estamos aviados!, lo que me faltaba, que los pequeños empecéis a tocar timbres y tenga que ir yo. Anda, anda, para casa que ya es muy tarde.
Y ahí se acabó el misterio para Marieta. Sabía que no tendría los llamadores, pero no le importaba porque podía ir a casa de su amiga. Esa noche en su cama pensó que quizá la casa de su amiga no tenía ningún olor misterioso porque guardaba un misterio mejor: el secreto de los números.
Y colorín, colorado
este cuento se ha acabado.