Marieta y los Angeles

Dedicado a  Priscilla y Andrew

Érase una vez que Marieta y su familia se fueron de viaje. Su padre le dijo que iban a Los Ángeles. Así es que cogieron un avión, pero a diferencia de otras veces, en este comieron, durmieron y hasta desayunaron. Llevaban tanto tiempo ahí que Marieta pensó que, como estaban tan alto, por encima de las nubes, seguro que los ángeles entrarían en el avión y en eso consistía el viaje.

Pero no, su padre le enseñó en la pantalla que había en el asiento de delante por dónde iba el avión y le señaló un sitio en el mapa.

—Aquí, Marieta, vamos aquí —dijo su padre.

—¡Ah!, entonces es ahí donde se reúnen los ángeles… ¿y cuantos habrá?

—No, hija, es un sitio que se llama así, pero no hay ángeles.

En cuanto llegaron, se dio cuenta de que era una ciudad enorme, con edificios muy altos, todos hablaban en inglés y, desde el enorme coche que conducía papá, hasta las calles se veían gigantes.

Fueron a casa de unos amigos en Santa Bárbara, y le contaron que hacía mucho tiempo en la tele ponían una serie muy famosa de ese sitio y que en España mucha gente por eso lo conocía.

En cuanto llegaron a la casa, claro está, también enorme, le dijeron que se fuera al jardín a descubrir las cosas que había.

En la salida había un caminito con romero, que al tocarlo olía fenomenal, luego un rincón con rosas de muchos colores con una fuente en medio con un chorro de agua hacia arriba, y se oía a la vez que te llegaba el olor a rosas. Pasabas después por un sitio donde había naranjos, inconfundible el olor de su flor, el azahar, porque a mamá le encanta. Por todo eso lo llamaban el jardín de los sentidos.

Al fondo había una caseta muy sospechosa, ¿qué tendría?, se preguntó. Al acercarse olía fatal, y descubrió que lo que había eran gallinas, ¡qué monas!, corriendo de un lado para otro del corral.

Cuando ya subía camino de la casa encontró un laberinto. «¡Qué divertido!», se dijo. Empezó a entrar en él, y vio que había estatuas de animalillos: una ardilla, una tortuga, unos pajaritos pequeños sobre una columna…, en eso, escuchó que la llamaban:

—¡Marieeetaaaaa!, ¿dónde estás?

Ella pensó que ese juego del escondite era muy divertido, y cada vez se fue metiendo más en el laberinto.

Sus padres, al no encontrarla, muy asustados fueron enseguida a la piscina, por si se había caído, y volvieron a llamarla, ¡¡Marieta!!

Después de recorrer todo el jardín gritando, entraron en el laberinto.

Marieta, que ya sabía que la iban a encontrar, no se movió, ni respondió a su madre.

Su madre, a toda velocidad iba por el laberinto, llamaba:

—Marieta, Marieta, ¿estás aquí?

«Pues claro, dónde voy a estar, si no quedan más sitios donde buscarme», pensó.

Entonces vio acercarse a su madre con cara de enfado y no entendió nada, pero sabía que se iba a quedar sin ver la tele una buena emporada.

—Pero Marieta, ¿no oyes que te estamos llamando?, ¿por qué no respondes?

—Por qué creía que estábamos jugando al escondite.

—No, hija no, cuando te llamamos es que no sabemos dónde estás, y te puede haber pasado algo. No vuelvas a hacer esto, ¿vale? Si te llamamos, contesta y ven adonde estamos. ¿Lo has entendido?

—Sí, mamá.

El resto de la tarde lo pasaron fenomenal jugando a Virus y preparando una suculenta cena. Por esta vez Marieta se libró de un buen castigo, porque estaban en casa de los amigos, que si no…

Los días que pasaron allí se lo pasó muy bien, y visitaron muchos sitios que tenían que ver con el cine: un paseo con estrellas de gente famosa en el suelo, unos estudios donde se rodaban las películas… pero a Marieta lo que más le gustaban eran los dibujos animados, y al final, como se había portado muy bien el resto del viaje, le llevaron a hacer una última visita sorpresa, porque lo que no sabía es que en Los Ángeles también estaba… ¡Disneylandia!

Y colorín, colorado

este cuento se ha acabado.